06 enero, 2006

La esquela.


Abrió los ojos. Un pequeño murmullo se colaba en el dormitorio desde la sala contigua, miró hacia la puerta entornada y por el resplandor que se colaba, se dio cuenta de que había una luz encendida. Cerró los ojos, los parpados le pesaban como si se hubiese despertado con resaca, ¿Quién habría en la sala? Siguió con los ojos cerrados mientras notaba que un extraño frío le había invadido, sin embargo no sentía nada, ni la maldita rodilla derecha que todas las mañana le importunaba fue un obstáculo para que se sentase en la cama. Estaba bien con los ojos cerrados. ¿Quién habría en la sala que no dejaba de hablar en voz baja? Se puso de pie y en un primer impulso se dirigió a la sala pero frenó en seco, que más le daba, la curiosidad era mucho menor que el deseo de salir al patio. Giró en redondo y tanteó la aldaba que cerraba la pequeña puerta que daba al exterior. Al salir le envolvió un bochorno pegajoso que no alivió su sensación de frío.
Abrió los ojos, se dirigió al portón y como si tuviese mucha prisa se coló afuera.
Anduvo presuroso y salió a la Plaza por la calle Pastelería. Las luces tenían un halo especial, como de niebla, bueno, más que niebla era “fosca”, como llaman los catalanes a esa humedad ambiental que da un aspecto irreal a la luz. Pronto amanecería, la plaza estaba desierta, Quico se había dejado encendida las luces reflectoras de la pared del bar y las sillas y mesas se habían quedado sin recoger. Fue hacia Mari Trini y un coche aparcado le impidió acceder a la acera. Miró el Arco pero no le apeteció subir la cuesta.
Todas las mañanas hacía lo mismo, menos los domingos, pasaba el arco, subía la cuesta y llegaba a la panadería a por el bollo, los sábados dos, después se dirigía por la calle del Carmen hasta el Más y Más, ya iba para tres años que se enfadó con las dependientas de Mari Trini, hacía una pequeña compra y de regreso compraba el Jaén.
De nuevo en casa, desayunaba mientras ojeaba la prensa y volvía a salir por la calle Campiña hasta el campo, visitaba los viejos olivos de un olivarillo que heredó por los años sesenta de su tío Trinidad, el que volvió de Argentina. De regreso y a eso de las dos, un tomate con sal y un poco de aceite en el plato acompañaban a diario alguna proteína que generalmente procedía de una lata de sardinas, paté o salchichón, que ¡maldita sea! cada vez estaba más duro. Descabezaba una siestecita y de nuevo salía, esta vez hacia el parque, la Fuensanta, un pequeño descanso en los bancos de piedra y regresaba al pueblo por la carretera de la sierra, jamás se paraba con nadie, ¡Hola y adiós! Peñuelas, calle Alta, cuesta del Cerro, Cruz del Sordo, la plaza y a casa. Todos los días cenaba lo mismo, unas sopas con leche y sacarina en un tazón grande de loza. Después se sentaba delante de la tele y como no tenía mando a distancia se dedicaba a hacer zaping pulsando los botones del televisor, hasta que encontraba algo que llamaba su atención y se retrepaba en la mecedora para quedarse frito a los pocos minutos. Al despertar, apagaba el televisor, bebía un poco de agua, recogía el orinal del retrete que había en el patio y a la cama.
Los domingos no diferían en mucho, salvo que no visitaba la panadería y el Más y Más, o que el periódico era el ABC con su dominical, lo demás era casi igual, acortaba el paseo al parque, se quedaba a la entrada, en el quiosco, se sentaba en el interior y después de tomarse un pepsicola regresaba a misa de Santa María, después el zaping, el orinal y la cama.
Seguía con frío, sin saber porqué se dirigió hacia la calle Llana y casi sin darse cuenta se puso en lo alto del Pilarejo, salió al Portillo de Martos y bajó por la trocha, hacia muchísimo tiempo que no iba por allí, casi desde que era joven y de eso hacía la tira. Un mojón le sirvió de asiento y sin venir a qué se puso a rememorar su vida, sus años en Mollerusa, la muerte de su mujer y sus dos hijos en accidente de tráfico, el cambio que su vida dio, la vuelta al pueblo jubilado…¡hasta cuando duraría tanta rutina! Siempre igual, todos los días lo mismo, menos hoy, hoy era diferente ¿por qué?... Su artrosis de rodilla y ese dolorcillo en las manos había desaparecido, estaba bien y lo único… esa maldita sensación de no entrar en calor.
La medida del tiempo debía de haber cambiado, no comprendió que el sol estuviese bajando hacia el ocaso y encauzó sus pensamientos hasta su rutina diaria, no había comprado el pan, ni el periódico, ni …
Regresó por sus pasos y esta vez se dejó caer por la avenida de Andalucía, ¡que coraje le daba! la avenida de Andalucía, cuando de toda la vida era la carretera de Jaén, pasó por el cruce de las Peñuelas, el piserío frente al parque, el antiguo cuartel y llegó a la gasolinera, casi tropieza con el yerno de Panadero que estaba colocando una esquela en la fachada del Torero, dio unos pasos, se paró en seco y volvió atrás para leer la esquela. La leyó, la releyó y la volvió a leer, no podía creerlo, se quedó de una pieza. Siguió caminando presurosamente hacia la muralla y en vez de entrar por la calle del Carmen, siguió hacia abajo por la carretera, la almazara de Hernández y carretera adelante hasta que se encontró a la entrada del Tanatorio. Pasó la verja y apresuradamente subió las escaleras, arriba estaban dos o tres conocidos que fumaban un pitillo, pasó a su lado sin saludar y después de asegurarse del número de sala se acercó al cristal.
Allí estaba el difunto, pálido como la cera, con su viejo traje negro de rayas que se solía poner el Jueves Santo, la corbata granate y dos algodones en las fosas nasales. Era verdad, Telesforo Funes Colmenero de cuerpo presente, la esquela no estaba equivocada, era él mismo, estaba muerto y se había enterado el último.

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