28 septiembre, 2008

La paloma


Historias para no dormir en Alcaudete

Al salir de casa la sed le hizo entrar de nuevo para tomarse un vaso de agua casi lleno. Eran las ocho y media de un buen día del mes de Mayo. La primavera había sido larga y aún no se notaba el calor. El sol lucia en un cielo azul intenso y a Remigio le pareció que la luz que llegaba a sus pupilas era demasiado intensa. Nunca usó gafas de sol y no las iba a usar ahora a la vejez, así es que engurruño los párpados al enfilar la calle del Carmen y sin prisa se encaminó hacia la Muralla.
Imbuido en sus pensamientos, saludaba a regañadientes a los que encontraba al paso. Su hija Eulalia le llamó por teléfono la noche anterior y había vuelto a la carga como siempre.
-Padre, que usted no está en edad de estar solo. Que yo entiendo que no le guste Vic, pero usted ha de comprender que está delicado y desde aquí, yo no puedo hacer nada. El Parkinson le va deteriorando poco a poco y usted no se da cuenta pero un día va a caer por esas calles, que usted no se está quieto y el bastón lo tiene de adorno detrás de la puerta… Además está la diabetes, y a usted no hay quien le quite el vasillo de vino…
Remigio no tenía interés ninguno en aceptar esta discusión y sabía que antes o después la iba a perder. Un día aparecerán en su casa y no tendrá más remedio que ceder y dejarse llevar. Había estado muchas veces en Vic, y el caso es que le gustaba, la plaza con su mercado de los sábados, las callejas del centro, los buenos establecimientos, los escaparates de las charcuterías… Pero allí no conocía a nadie y su hija trabajando en el matadero todo el día, los nietos en sus estudios, que no los veía nada más que por la noche…, y el malafollá de su yerno que no le daba palique más que lo imprescindible. Decididamente cuanto más tarde mejor.
Al llegar a la altura del Más y Más, frenó el paso y se detuvo un poco en la puerta del Torero, conteniendo las ganas de entrar a pedir un poco de agua.
-Maldita sed, que parece que cené anoche ranas…
La luz del sol en Los Zagales le obligó a entornar aún más los párpados, al otro lado de la plaza, en los bancos frente a Viajes Sacromonte estaba Eusebio y Paco, también le pareció ver al Cándido, pero no le apeteció acercarse, así es que pasó por detrás de la gasolinera y se dirigió al parque.
Pasó a la acera del Iberplús para evitar en lo posible la claridad y con paso decidido se puso ante el escaparate de la ferretería. Siempre se paraba ahí, le gustaba mirar las cajetas apiladas de los pequeños electrodomésticos que se veían. Luego bajaba los escalones con dificultad y seguía su marcha.
El agua del cañillo ante la caseta Quinto Centenario calmó su sed y después se sentó en el banco más cercano.
Siempre que se sentaba allí se acordaba de su Eulalia, la madre y la hija. La madre, su esposa que ya había muerto seis años atrás y que le acompañaba casi siempre en sus paseos y su hija, su Lalita..., recordaba cuando la niña era pequeña y entre los dos la enseñaron a montar en bicicleta. Parque arriba y parque abajo, sujetando el sillín con una mano y el manillar con la otra.
-Lalita mira al frente y no tengas miedo que no te vas a caer…
Entonces eran jóvenes, la vida era mejor y ¡Que poco se imaginaba lo que la vida le tenía preparado! Intentó cambiar sus pensamientos y se fijó en dos o tres palomas que deambulaban por el centro del parque, una de ellas era macho y no paraba de hacerle el rondó a las otras dos, era bonito verlas, siempre le habían gustado, incluso le resultó molesto el oír por la tele al Almodóvar cuando dijo “… las palomas son como ratas que vuelan…”. Luego le tuvo que dar la razón, “…los asquerosos bichos te dejan los tejados hechos una guarrería y luego tienes que ir detrás de los albañiles para que vengan a arreglártelos y a limpiar las canales…”
Entonces se percató de que una paloma blanca en zona de sombra, le miraba fijamente, parecía más grande y esbelta que las demás, era como de porcelana, blanca, resplandeciente y bamboleando la cabeza sin perderle de vista. Dio dos o tres pasitos adelante, colocándose bajo la luz del sol. No eran figuraciones suyas, la paloma le miraba a él y solo a él, estaría a unos seis o siete metros sobre las grandes losas, de frente y con los rojizos ojos fijos en su rostro. Remigio miró a otro lado, no era cosa de permitir que una paloma le incomodase. Unos niños jugaban con el cañillo derramando un fino chorro de agua cerca de las palomas. Miró de nuevo y allí seguía, dos metros más cerca y con la mirada fija en él, se sintió incómodo y se habría levantado para irse si no hubiese sido porque un peso enorme le mantuvo pegado al banco. Apoyó las dos manos en el asiento e intentó alzarse, pero fue imposible...
La paloma seguía allí, más cerca aún y con la mirada fija. Sintió desazón y angustia, hasta que la vio alzar el vuelo, directa hacia él, hacia su cara, quiso apartar la cabeza pero no pudo. Las garras se apoyaron sobre su labio inferior y dos picotazos certeros le dejaron ciego por completo. Remigio perdió la consciencia entre la más completa oscuridad y el agudo dolor que le llegaba hasta la nuca.

El facultativo de Urgencias del C.H.A.R.E. (1) le pasó la mano por la frente.
-¿Cómo se encuentra, Remigio?
- La paloma, maldita paloma…
Entonces oyó la voz de su hija...
- Padre, no se mueva, que se va a soltar el suero.
- ¿Pero que haces tú aquí?
- Me avisaron que lo habían ingresado de urgencias, así es que cogimos el primer avión a Granada y…
- La paloma, maldita paloma…
- ¿Qué paloma padre? Por lo visto le dio un coma diabético y unos hombres avisaron…, ha estado usted tres días dormido, ahora lo que tiene que hacer es recuperarse, ya verá que todo va a ir bien…
- Pero si no veo nada…
- No se preocupe, poco a poco, todo se andará…
Mientras Remigio parpadeaba con insistencia, intentando ver algo más que una claridad difusa, oyó a su hija preguntarle al médico…
-
Entonces ¿no se sabe de que son esas heriditas que tiene en el labio inferior?…

(1) Centro Hospitalario de Alta Resolución.

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