31 enero, 2010

El golfín, el freire y el arquero

La rosa y la capuchina

PREAMBULO DE LA NOVELA

Alcaudete 19 de enero 2001.

Antonio el albañil se había marchado ya y la penumbra comenzaba a invadir la estancia. La reforma de mi casa, en la calle Carnicería, iba más lenta de lo que yo deseaba y no estaba muy de acuerdo con la opinión positiva que todos me daban sobre la marcha de las obras. Por la mañana habían descubierto el suelo de la salita, habitación que ocupa la parte izquierda de la casa según se entra y con ventana a la calle. Para mi sorpresa habíamos encontrado un suelo empedrado bajo las baldosas grises y rojas que mi abuelo mandó poner en los suelos de toda la vivienda cuando la construyó allá por los años cuarenta. Estas baldosas habían quedado enterradas bajo el terrazo que mi padre había superpuesto en los años setenta.
El empedrado me había impresionado sobremanera, parecía en un primer momento como si la entrada a la cuadra de la casa hubiese sido por ahí. Esta casa estaba derruida por las bombas de la guerra civil y mi abuelo la compró para levantarla de nuevo. Seguro que vio las piedras pero se limitó a poner el nuevo suelo sobre el los cantos rodados y decidí que yo haría lo mismo colocando antes una rejilla de mallazo y una buena masa de hormigón. Lo que me llamó la atención fue la disposición de las piedras formando un dibujo y la losa de casi un metro de lado que se encontraba junto a la pared de la izquierda. Todo el día estuve a punto de decirle a Antonio que levantase la losa pero al final decidí no hacerlo. Cuando me quedé solo tanteé la superficie y sopesé la posibilidad de levantarla yo.

Con la ayuda de una azada y un pico de los albañiles comencé a levantar las piedras del borde de la losa y a buscar hueco para levantar la gran piedra. Casi dos horas pasé hurgando en derredor suyo y por fin pude hacer palanca con un viejo hierro. Mi decepción inicial fue muy grande ya que bajo la piedra solo había tierra compactada. Me quedé mirando el hueco que había dejado la roca y me dije a mi mismo que era muy rara la superficie descubierta, tan lisa y sin ninguna china o piedrecita en el perímetro. Con un palustre comencé a rascar la superficie y a los tres o cuatro centímetros de profundidad encontré algo blando y rugoso. Saqué un trozo y me pareció que era piel o pellejo de algún animal, seguí mi tarea y al rato tenia a la vista un paquete de cuarenta por setenta centímetros y un grueso que superaba en mucho la cuarta. Lo que parecía piel corroída y que se desmenuzaba, era la envoltura en varias capas de un cofre de vieja madera con herrajes oxidados y que prácticamente se quedaron entre mis dedos al descubrirlos. No tuve casi ningún problema en abrir la tapa y en su interior pude ver un nuevo paquete de piel que estaba en mejores condiciones de conservación. Me sentí excitadísimo por el hallazgo, tomé un respiro y bebí un buen trago de agua, que falta me hacía. Después de lavarme las manos, saqué con sumo cuidado el envoltorio y lo deposité sobre una mesa. Como ya he dicho era un paquete hecho con una zalea de cordero y atado con guita de cáñamo. Con toda la delicadeza del mundo fui abriendo los dobleces y soltando la cuerda hasta que ante mis ojos aparecieron dos libros de distinto tamaño encuadernados en piel de vaca y que visiblemente eran de épocas distintas, junto a ellos había una capuchina de bronce milagrosamente bien conservada y que solo tenía una parte de su panza cubierta por el verdín del óxido. Sobre el libro más antiguo he de decir que tenía una cruz hecha con flores de lis en su cubierta, que estaba manuscrito en latín y que sus hojas eran de una muy buena calidad de vitela. Estaba escrito en letras muy pequeñas y cubriendo casi toda la superficie de sus hojas y en la tercera página había un precioso dibujo miniado donde se podía ver una mesnada de guerreros jaleando a su caudillo que, a caballo, portaba un estandarte aragonés y que me pareció identificarlo con Roger de Flor o de Lauria, por las representaciones que de ellos recordaba en mis viejos libros de bachillerato.

En el segundo libro las pastas estaban repujadas y en el cuero de su superficie se podían ver caracteres de letra gótica que ponían “La Rosa y la Capuchina”. Inmediatamente comprendí que los libros estarían relacionados entre si de alguna manera, aunque mis conocimientos de latín no me permitían entender el texto del libro más antiguo me aferré a la idea de que era un libro histórico sobre las andanzas de los almogávares en el Mediterráneo. Hojeé una y otra vez ambos libros, limpié la palmatoria y decidí dejar para el próximo día el análisis de mi descubrimiento. El tiempo había volado y ya era pasada la media noche así es que me fui a la cama sin cenar, al día siguiente era sábado y los albañiles no venían, ya decidiría que hacer con el agujero en el suelo y con el asombroso descubrimiento.

Cuando escribo estas letras han pasado dos semanas de mi descubrimiento. Decidí ocultar a los albañiles lo encontrado y esta mañana ha quedado cubierto y terminado el suelo de la salita con la nueva cerámica. Me he afianzado en la conclusión de que, los autores de los dos libros están separados en el tiempo un centenar de años o más. Son muchos los interrogantes que tengo al respecto pero ante todo he decidido transcribir al ordenador todo lo que he empezado a leer en el libro más moderno. Tiempo habrá de analizar el contenido del libro más antiguo y tomar otro tipo de decisiones al respecto. Lo que a continuación se podrá leer es una copia lo más rigurosa posible del contenido del libro en castellano antiguo y solo me permitiré la licencia de añadir las consultas al diccionario que yo mismo haga para la buena comprensión de lo que en él se diga.

21 enero, 2010

De Don Benito a Alcaudete.

Recuerdos de los cincuenta

Cuando cumplí los cinco años, ¡Cuanto tiempo hace de eso!, mis padres me llevaron a vivir a Extremadura, a la ciudad de Don Benito. Allí aterrizamos el año de 1950, para que mi padre ejerciese de director en un Grupo Escolar, como primer destino de sus oposiciones recién aprobadas. Procedíamos de Cádiz, donde habíamos vivido desde mi nacimiento en Alcaudete y donde mi hermana vino al mundo. En esos años la precariedad de nuestra vida era bastante grande, aún no se había acabado la posguerra y costaba mucho sacudirse la miseria que eso arrastraba. Para la mente de un niño, estas cosas no eran importantes, pero si que es necesario situar al lector en esa época y en esas vivencias.


Todos los veranos, cuando mi padre daba vacaciones, teníamos la imperiosa necesidad de viajar a nuestro pueblo, así es que mi madre ordenaba el equipaje en un par de maletas de madera para la ropa, una bolsa de cretona con anillas para otros enseres y una cesta de caña para el pequeño botijo y la comida. Vencida la tarde, salíamos los cuatro de casa con la pretensión de subir a un tren que nos dejaría en Almorchón, en la primera etapa del viaje a Alcaudete. Mi padre echaba delante con una maleta en cada mano y detrás íbamos el resto agarrados a la bolsa y la cesta. Nos acomodábamos como podíamos en un vagón de madera con incómodos asientos y entre otros viajeros que portaban talegas y cestas, de las que a veces asomaba la cabeza algún pollo. Casi nunca faltaba entre el personal un soldado o legionario y el típico gañan, con alpargatas, pantalón de pana y chaleco, tocado de gorra o boina que, de vez en cuando, liaba un cigarro de "caldo de gallina" con la parsimonia de quien no tiene ninguna prisa.
Pitidos y chirridos presagiaban la salida, traqueteos y vaivenes anunciaban que nuestro viaje de vacaciones había comenzado y casi enseguida se producía la primera parada en Villanueva de la Serena. Ahí, a escasos seis kilómetros de la salida, ya le empezaba a pedir de comer a mi madre, por no sé qué extraña circunstancia, a mí, que era muy dengue para comer, se me despertaba el apetito con solo subir al tren. Mi madre sacaba de la cesta una hogaza de pan de la que cortaba un canto, sobre el colocaba un pequeño trozo de tortilla de patatas y cuando me lo comía, me daba un trozo de carne frita empanada.

A Almorchón llegábamos bien entrada la noche y no había más remedio que abandonar el tren pues en unas seis horas deberíamos tomar otro con destino a Puente Genil, segunda etapa de nuestro viaje. Cargados de bultos y con dos niños chicos, mis padres cruzaban entre vagones parados y vías, para tomar una habitación en una fonda que había en la misma estación. Recuerdo que me acostaba con mi padre en una de las pequeñas camas y en la otra mi madre y mi hermana, los techos altos de la habitación, iluminados por el resplandor que se metía en la habitación desde una cristalera que había sobre la puerta, los silbidos de las máquinas de vapor, el ruido de las maniobras ferroviarias y el picor, el picor de las chinches que se turnaban en martirizar a mi padre o a mí. Seis horas de duermevela, de sobresaltos e incomodidad, que acababa cuando mi madre me restregaba, por la cara, una toalla impregnada en colonia para que me espabilase.

De nuevo la marcha con el equipaje a otro tren, el que nos llevaría a la ciudad de la carne de membrillo, otro tren diferente aunque igual de incómodo, tirado por una locomotora de vapor que era la culpable de los churretes de tizne y de las pitarras de carbonilla que mi madre me quitaba hábilmente de los ojos con la punta de un pañuelo.
Me gustaba mirar los campos por la ventanilla, a la que no alcanzaba desde el suelo, la única posibilidad es que mi madre me dejase subir al asiento y desde ahí si que se veía bien, los campos de cereal, los cerros lejanos, los viñedos, los rebaños, los olivares y las estaciones, con el trajín de las gentes que subían y bajaban en cada parada. El revisor con su gorra y la herramienta que usaba para picar los billetes, así como la pareja de la Guardia Civil con sus fusiles y tricornios eran personajes que llamaban, poderosamente, mi atención.
- "Mamá tengo pipi".
- "Díselo a papa".
Y allá que nos dirigíamos los dos, a un retrete estrecho y encharcado donde orinar entre los vaivenes del vagón, mirando el agujero del water por el que se veía el suelo en movimiento entre las vías.

En Puente Genil había que cambiar de tren otra vez y eso lo hacíamos bien pasado el medio día, aunque, en esta ocasión, no teníamos que esperar mucho para partir hacia Alcaudete. La tortilla, la carne empanada, las magdalenas y la poca fruta tocaban a su fin, así es que dábamos buena cuenta de lo que quedaba, bebíamos agua del botijo que habíamos llenado por última vez en la estación y mis padres se armaban de paciencia para contestar mi constante pregunta sobre lo que faltaba para llegar..., unas cuantas horas aún.
No era extraño permanecer parados, durante un buen rato, en mitad del campo, esperando no sé qué, hasta que un silbido de la máquina y los correspondientes chorros de vapor nos anunciaban que proseguía la marcha.
Y de pronto, cuando menos lo esperaba..., "Venga que ya llegamos..., agárrate que vamos a bajar..."
En el mismo andén de Alcaudete-Fuente de Orbe, casi siempre había alguien que saludaba a mis padres y que me acariciaba la cabeza, acomodábamos las maletas sobre el techo de un curioso vehículo a motor, especie de pequeño camión adaptado a autobús con carrocería de madera y lentamente nos desplazaba cuesta arriba camino a la plaza de pueblo, total casi veinticuatro horas para ir de Don Benito en Badajoz a Alcaudete en la provincia de Jaén..., unos trecientos cincuenta kilómetros interminables y toda una aventura.