21 enero, 2010

De Don Benito a Alcaudete.

Recuerdos de los cincuenta

Cuando cumplí los cinco años, ¡Cuanto tiempo hace de eso!, mis padres me llevaron a vivir a Extremadura, a la ciudad de Don Benito. Allí aterrizamos el año de 1950, para que mi padre ejerciese de director en un Grupo Escolar, como primer destino de sus oposiciones recién aprobadas. Procedíamos de Cádiz, donde habíamos vivido desde mi nacimiento en Alcaudete y donde mi hermana vino al mundo. En esos años la precariedad de nuestra vida era bastante grande, aún no se había acabado la posguerra y costaba mucho sacudirse la miseria que eso arrastraba. Para la mente de un niño, estas cosas no eran importantes, pero si que es necesario situar al lector en esa época y en esas vivencias.


Todos los veranos, cuando mi padre daba vacaciones, teníamos la imperiosa necesidad de viajar a nuestro pueblo, así es que mi madre ordenaba el equipaje en un par de maletas de madera para la ropa, una bolsa de cretona con anillas para otros enseres y una cesta de caña para el pequeño botijo y la comida. Vencida la tarde, salíamos los cuatro de casa con la pretensión de subir a un tren que nos dejaría en Almorchón, en la primera etapa del viaje a Alcaudete. Mi padre echaba delante con una maleta en cada mano y detrás íbamos el resto agarrados a la bolsa y la cesta. Nos acomodábamos como podíamos en un vagón de madera con incómodos asientos y entre otros viajeros que portaban talegas y cestas, de las que a veces asomaba la cabeza algún pollo. Casi nunca faltaba entre el personal un soldado o legionario y el típico gañan, con alpargatas, pantalón de pana y chaleco, tocado de gorra o boina que, de vez en cuando, liaba un cigarro de "caldo de gallina" con la parsimonia de quien no tiene ninguna prisa.
Pitidos y chirridos presagiaban la salida, traqueteos y vaivenes anunciaban que nuestro viaje de vacaciones había comenzado y casi enseguida se producía la primera parada en Villanueva de la Serena. Ahí, a escasos seis kilómetros de la salida, ya le empezaba a pedir de comer a mi madre, por no sé qué extraña circunstancia, a mí, que era muy dengue para comer, se me despertaba el apetito con solo subir al tren. Mi madre sacaba de la cesta una hogaza de pan de la que cortaba un canto, sobre el colocaba un pequeño trozo de tortilla de patatas y cuando me lo comía, me daba un trozo de carne frita empanada.

A Almorchón llegábamos bien entrada la noche y no había más remedio que abandonar el tren pues en unas seis horas deberíamos tomar otro con destino a Puente Genil, segunda etapa de nuestro viaje. Cargados de bultos y con dos niños chicos, mis padres cruzaban entre vagones parados y vías, para tomar una habitación en una fonda que había en la misma estación. Recuerdo que me acostaba con mi padre en una de las pequeñas camas y en la otra mi madre y mi hermana, los techos altos de la habitación, iluminados por el resplandor que se metía en la habitación desde una cristalera que había sobre la puerta, los silbidos de las máquinas de vapor, el ruido de las maniobras ferroviarias y el picor, el picor de las chinches que se turnaban en martirizar a mi padre o a mí. Seis horas de duermevela, de sobresaltos e incomodidad, que acababa cuando mi madre me restregaba, por la cara, una toalla impregnada en colonia para que me espabilase.

De nuevo la marcha con el equipaje a otro tren, el que nos llevaría a la ciudad de la carne de membrillo, otro tren diferente aunque igual de incómodo, tirado por una locomotora de vapor que era la culpable de los churretes de tizne y de las pitarras de carbonilla que mi madre me quitaba hábilmente de los ojos con la punta de un pañuelo.
Me gustaba mirar los campos por la ventanilla, a la que no alcanzaba desde el suelo, la única posibilidad es que mi madre me dejase subir al asiento y desde ahí si que se veía bien, los campos de cereal, los cerros lejanos, los viñedos, los rebaños, los olivares y las estaciones, con el trajín de las gentes que subían y bajaban en cada parada. El revisor con su gorra y la herramienta que usaba para picar los billetes, así como la pareja de la Guardia Civil con sus fusiles y tricornios eran personajes que llamaban, poderosamente, mi atención.
- "Mamá tengo pipi".
- "Díselo a papa".
Y allá que nos dirigíamos los dos, a un retrete estrecho y encharcado donde orinar entre los vaivenes del vagón, mirando el agujero del water por el que se veía el suelo en movimiento entre las vías.

En Puente Genil había que cambiar de tren otra vez y eso lo hacíamos bien pasado el medio día, aunque, en esta ocasión, no teníamos que esperar mucho para partir hacia Alcaudete. La tortilla, la carne empanada, las magdalenas y la poca fruta tocaban a su fin, así es que dábamos buena cuenta de lo que quedaba, bebíamos agua del botijo que habíamos llenado por última vez en la estación y mis padres se armaban de paciencia para contestar mi constante pregunta sobre lo que faltaba para llegar..., unas cuantas horas aún.
No era extraño permanecer parados, durante un buen rato, en mitad del campo, esperando no sé qué, hasta que un silbido de la máquina y los correspondientes chorros de vapor nos anunciaban que proseguía la marcha.
Y de pronto, cuando menos lo esperaba..., "Venga que ya llegamos..., agárrate que vamos a bajar..."
En el mismo andén de Alcaudete-Fuente de Orbe, casi siempre había alguien que saludaba a mis padres y que me acariciaba la cabeza, acomodábamos las maletas sobre el techo de un curioso vehículo a motor, especie de pequeño camión adaptado a autobús con carrocería de madera y lentamente nos desplazaba cuesta arriba camino a la plaza de pueblo, total casi veinticuatro horas para ir de Don Benito en Badajoz a Alcaudete en la provincia de Jaén..., unos trecientos cincuenta kilómetros interminables y toda una aventura.

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