24 octubre, 2013

El tito Teodoro

Hace unas semanas, recibí un obsequio de unos buenos amigos. Se trata de dos carnets, bien antiguos, que pertenecieron al tito Teodoro. Los habían encontrado entre los papeles que tiraron los nuevos propietarios de su casa de la calle Llana y durante años los perdieron de vista, hasta ahora que fueron encontrados de nuevo.
Don Teodoro Azaustre Urbán era tío de mi padre, algo bajito de estatura, muy pulcro, que disimulaba su calvicie cubriendo el centro de su cabeza con el pelo que aún tenia en los laterales de la misma, (algo parecido al peinado del senador Anasagasti), también era tartamudo a ratos, para más señas.
Cuando fumaba, usaba la marca de cigarrillos Fetén o Antillana y también le gustaba paladear caramelitos de menta, cosa que acentuaba su tartamudez.
Su padre fue Eduardo Azaustre González, de profesión zapatero, hombre ocurrente y gracioso al que yo no llegué a conocer pero del que recuerdo frases lapidarias como “... si chiquillo si, yo me moriré, pero vosotros os quedaréis aquí para pagar la contribución...”.
Su madre era Raimunda Urbán, sorda como una tapia y que murió cuando yo tenía nueve o diez años. Recuerdo que la sentaban a la parte de adentro de su portal, de la calle Llana y se pasaba el rato hablando con su reflejo en el cristal de la puerta, creyendo que hablaba con la Virgen de la Fuensanta.
Tenía el tito Teodoro tres hermanas, María que casó con un maestro gallego llamado Jesús Silva y que fue maestra en Madrid, vivía en la Plaza del 2 de Mayo y murió con casi noventa años.
Las otras dos hermanas, que vivieron siempre en la casa paterna de la calle Llana, se llamaban Mercedes y Angustias. La primera soltera y la segunda se casó por poco tiempo, ya que a las pocas semanas de la boda, su padre tuvo que rescatarla de las palizas que le daba su marido. Eran mujeres muy cariñosas y de escasa instrucción, simples y sencillas que agradecían muchísimo las visitas que recibían en su casa.
El tito Teodoro fue el que obtuvo una mejor formación en sus estudios ya que llegó a ser catedrático, de hecho uno de los carnets que me dieron es de su nombramiento como profesor en el Instituto en Jaén, ciudad en la que vivió durante algún tiempo, alojándose en el antiguo y desaparecido Hotel Rosario, al lado de la catedral.
En vacaciones, cuando venía a Alcaudete, caminaba con frecuencia por la carretera de la sierra y llegaba caminando hasta la fuente de “Tildoro” (que, según dicen algunos, es una deformación de “Astil de oro”), o subía al Calvario, donde se manchaba de polvo rojo sus coquetos zapatos marrones y blancos. También le gustaba vestir, para pasear por las tardes, una pulcra blusa de pijama clásico, que sus hermanas planchaban a diario y que adornaban con una moña de jazmines en la solapa.
Fue republicano convencido y además hacía gala de ello, cosa que le acarreó, cuando acabó la guerra civil, ser depurado por el régimen franquista. Perdió la cátedra, así como la posibilidad de seguir trabajando en la enseñanza pública..., y menos mal que solo perdió eso. Por ese motivo se tuvo que ganar la vida dando clases particulares en academias privadas. Eso fue así hasta principio de los años sesenta, que consiguió ser aceptado como profesor no numerario en un instituto de Sevilla.
Recuerdo que el verano de 1958 me dio clases de ciencias naturales. Iba a las diez de la mañana a su casa de la calle Llana y allí me explicaba los temas y me tomaba lección. Una mañana me preguntó...”A ver Eduardito, ¿tú sabes lo que es el Saccharum officinarum ?...”.
Como no tenía ni idea, opté por ser jocoso y respondí..., “¿... lo sacaron de la oficina?”. Después de hartarse de reír, me dijo: “..., que animal, es la caña de azúcar o también la sacarosa..., verás el pescozón que te va a arrear tu padre cuando se lo cuente”.
Efectivamente, recibí el pescozón y algo más.
En los años setenta se trasladó de Sevilla a Madrid, alojándose en casa de su hermana María e impartió clases en el instituto donde se jubiló. Su vida transcurrió relativamente plácida hasta que fue atropellado por un coche en la calle de San Bernardo, lo operaron de la cadera y aunque se recuperó perfectamente, jamás abandonó el andador que le daba seguridad.
Mi padre que lo visitaba con frecuencia, le daba vidilla hablándole de Alcaudete, de los olivos, del Calvario y de la Sierra Ahíllos..., o merendando con él unas magdalenas caseras que mi madre le hacía de vez en cuando.
Hoy ha vuelto a estar vivo en mi mente y posiblemente en la tuya si es que lo conociste y le has recordado.