Hace
unas semanas, recibí un obsequio de unos buenos amigos. Se trata de
dos carnets, bien antiguos, que pertenecieron al tito Teodoro. Los
habían encontrado entre los papeles que tiraron los nuevos
propietarios de su casa de la calle Llana y durante años los
perdieron de vista, hasta ahora que fueron encontrados de nuevo.
Don
Teodoro Azaustre Urbán era tío de mi padre, algo bajito de
estatura, muy pulcro, que disimulaba su calvicie cubriendo el centro
de su cabeza con el pelo que aún tenia en los laterales de la misma,
(algo parecido al peinado del senador Anasagasti), también era
tartamudo a ratos, para más señas.
Cuando
fumaba, usaba la marca de cigarrillos Fetén o Antillana y también
le gustaba paladear caramelitos de menta, cosa que acentuaba su
tartamudez.
Su
padre fue Eduardo Azaustre González, de profesión zapatero, hombre
ocurrente y gracioso al que yo no llegué a conocer pero del que
recuerdo frases lapidarias como “...
si chiquillo si, yo me moriré, pero vosotros os quedaréis aquí
para pagar la contribución...”.
Su
madre era Raimunda Urbán, sorda como una tapia y que murió cuando
yo tenía nueve o diez años. Recuerdo que la sentaban a la parte de
adentro de su portal, de la calle Llana y se pasaba el rato hablando
con su reflejo en el cristal de la puerta, creyendo que hablaba con
la Virgen de la Fuensanta.
Tenía
el tito Teodoro tres hermanas, María que casó con un maestro
gallego llamado Jesús Silva y que fue maestra en Madrid, vivía en
la Plaza del 2 de Mayo y murió con casi noventa años.
Las
otras dos hermanas, que vivieron siempre en la casa paterna de la
calle Llana, se llamaban Mercedes y Angustias. La primera soltera y
la segunda se casó por poco tiempo, ya que a las pocas semanas de la
boda, su padre tuvo que rescatarla de las palizas que le daba su
marido. Eran mujeres muy cariñosas y de escasa instrucción, simples
y sencillas que agradecían muchísimo las visitas que recibían en
su casa.
El
tito Teodoro fue el que obtuvo una mejor formación en sus estudios
ya que llegó a ser catedrático, de hecho uno de los carnets que me
dieron es de su nombramiento como profesor en el Instituto en Jaén,
ciudad en la que vivió durante algún tiempo, alojándose en el
antiguo y desaparecido Hotel Rosario, al lado de la catedral.
En
vacaciones, cuando venía a Alcaudete, caminaba con frecuencia por la
carretera de la sierra y llegaba caminando hasta la fuente de
“Tildoro”
(que, según dicen algunos, es una deformación de “Astil de oro”),
o subía al Calvario, donde se manchaba de polvo rojo sus coquetos
zapatos marrones y blancos. También le gustaba vestir, para pasear
por las tardes, una pulcra blusa de pijama clásico, que sus hermanas
planchaban a diario y que adornaban con una moña de jazmines en la
solapa.
Fue
republicano convencido y además hacía gala de ello, cosa que le
acarreó, cuando acabó la guerra civil, ser depurado por el régimen
franquista. Perdió la cátedra, así como la posibilidad de seguir
trabajando en la enseñanza pública..., y menos mal que solo perdió
eso. Por ese motivo se tuvo que ganar la vida dando clases
particulares en academias privadas. Eso fue así hasta principio de
los años sesenta, que consiguió ser aceptado como profesor no
numerario en un instituto de Sevilla.
Recuerdo
que el verano de 1958 me dio clases de ciencias naturales. Iba a las
diez de la mañana a su casa de la calle Llana y allí me explicaba
los temas y me tomaba lección. Una mañana me preguntó...”A ver
Eduardito, ¿tú sabes lo que es el Saccharum
officinarum
?...”.
Como
no tenía ni idea, opté por ser jocoso y respondí..., “¿...
lo sacaron de la oficina?”. Después
de hartarse de reír, me dijo: “..., que animal, es la caña de
azúcar o también la sacarosa..., verás el pescozón que te va a
arrear tu padre cuando se lo cuente”.
Efectivamente,
recibí el pescozón y algo más.
En
los años setenta se trasladó de Sevilla a Madrid, alojándose en
casa de su hermana María e impartió clases en el instituto donde se
jubiló. Su vida transcurrió relativamente plácida hasta que fue
atropellado por un coche en la calle de San Bernardo, lo operaron de
la cadera y aunque se recuperó perfectamente, jamás abandonó el
andador que le daba seguridad.
Mi
padre que lo visitaba con frecuencia, le daba vidilla hablándole de
Alcaudete, de los olivos, del Calvario y de la Sierra Ahíllos..., o
merendando con él unas magdalenas caseras que mi madre le hacía de
vez en cuando.
Hoy
ha vuelto a estar vivo en mi mente y posiblemente en la tuya si es
que lo conociste y le has recordado.