30 diciembre, 2005
La mala conciencia.
Bajar por la calle Maestra hasta la Plaza era la guinda que faltaba al pastel, ya no podía más. Mis tobillos iban a explotar, tenía las piernas como botas de vino.¿Quién me mandaría haberme puesto los zapatos de tacón? Cuando Candela me trajo su traje negro, no pude evitar la idea de ponérmelos. Me iban bien con el traje y la coquetería ganó al previsible daño que me harían. La verdad es que no tenía nada negro, bueno si, el top que llevaba era mío, sólo me lo ponía con la chaquetilla pistacho de mangas cortas y mira por donde ahora lo llevaba, completando mi indumentaria de viuda reciente.
Los brazos de Candela y Aurora, mis amigas del alma, eran el apoyo imprescindible para no darme de bruces sobre el pavimento, estaba molida y deseaba meterme enseguida en la ducha para después descansar en mi cama.
¡Que día!, ¡pues anda que la noche anterior! Al salir a la puerta del Perdón y ver partir el coche fúnebre hacia el cementerio, me sentí aliviada. Bendita costumbre que me permitía no ir al cementerio, sus primos se encargaban de todo, menos mal.
En la plaza se disculpó Candela, tenía que hacer no se qué, el caso es que me quedé sin su apoyo, e instintivamente puse mis dos manos sobre el brazo derecho de Aurora. Seguimos en silencio por la calle Llana, recibiendo el pésame de las pocas personas que nos encontramos y no con pocas fatigas llegamos a casa, me apoyé en el quicio y solté el brazo de mi amiga.
-Ya lo sabes si necesitas algo me llamas y estoy aquí en un “plis plás”, mira que eres cabezona, a mi casa te tenias que venir y no encerrarte en este caserón.
-Aurora no seas pesada, ya te he dicho que es lo que me apetece, no te preocupes, te llamaré si me hace falta, gracias guapa.
Entré en el zaguán y después de unos instantes, cuando mi amiga traspuso calle arriba, eché la tranca. Un zapato primero y a continuación el otro, ocuparon los dedos de mi mano derecha, el frío de las baldosas fue un bálsamo para mis doloridos pies y algo aliviada me dirigí al dormitorio. Sobre la cama deshecha estaban aun las prendas de dormir que apresuradamente me había quitado dos noches antes. De verdad que estaba rendida, eché al suelo lo que sobraba y después de colocar el traje de Candela sobre una silla, me deshice del resto de la ropa. Mi bata de satín amarillo me llamó la atención sobre el espejo del armario, mi piel bronceada destacaba oscura sobre el color plátano brillante. Las ojeras, ¡es que me las pisaba!, me acaricié las mejillas y encaminé mis pasos al cuarto de baño. No sé el tiempo que pasé sentada en el retrete, pero al levantarme no podía andar, se me habían dormido las nalgas y el cosquilleo de mil hormigas descendía hacia mis tobillos tornándose en un dolor martilleante y sincopado que me avisaba de inminente caída si no me apoyaba en las paredes, me duché con parsimonia, dejando que el agua caliente corriese sobre mi cuerpo cansado.
Dejé encendida la luz del pasillo y me tendí en la cama, fijé mi vista en la lámpara del techo, un farol de corte granadino con cristales blancos biselados que reflejaba pequeños destellos en la penumbra. Era el momento de ordenar mis ideas, de hacer balance, de pensar en todo lo ocurrido, de intentar dormir.
Ambrosio se había ido, ya no estaba, estaba muerto, completamente muerto. ¡Qué susto! Hacía tres noches que ocurrió y desde ese momento todo sucedió como en una cascada. Estaba profundamente dormida, no haría ni una hora que nos habíamos acostado cuando sentí que me cogía con fuerza por mi hombro izquierdo, oí ese ronquido profundo y supe que algo malo ocurría, la luz de la mesita de noche me mostró su rostro pálido y desencajado, el teléfono, mi espera nerviosa sin saber qué hacer, la médico dándole un masaje cardíaco y la camilla, las luces de los coches que se nos cruzaban camino a Jaén y el sonido de la sirena.
Ingresó cadáver y aun no sé de qué murió, el papeleo había impedido que fuese enterrado el día siguiente y después de tazas de caldo, cafés, algún que otro emparedado de jamón y queso, ahora me siento y ahora me levanto en los sillones del tanatorio, montones de besos de todo el que se me acercaba y un funeral cansino e inacabable, por fin, Ambrosio se había ido calle Campiña adelante en un Mercedes negro, pero con los pies por delante.
-Qué gran hombre y qué bueno era, seguro que nos ve desde el cielo.
-Sí seguro.
Efectivamente, seguro que estaría en el cielo, ¿Por qué no? Pero a mi me había dejado en la misma gloria.
Qué mala vida me había dado, que Dios lo perdone,¿Cómo puede una persona ser tan mezquina y falsa?
-Usted lo pase bien, vaya usted con Dios.
-Adiós don Ambrosio.
¡Qué educado!¡qué comedido! Siempre tenía una palabrica para todos, su “modico” y su labia, la sonrisa para todos menos para mí.
Cuando nos conocimos me conquistó de ese modo, pero luego, al paso del tiempo, cambiaron sus modos, me anulaba, todo lo que yo pensaba o decía estaba mal, no puedo decir que me gritase, no, él no levantaba la voz, sólo me miraba y esa mirada se colaba en mi interior dejando una sensación de frío que me llegaba a los huesos.
Administraba mal hasta los pocos cuartos que me daba para comprar el pan y la fruta, lo demás había que comprarlo con él delante, habría el monedero y me señalaba las monedas que debía coger, él no las tocaba, como si estuviesen infectadas. Los billetes sí, esos no le daban escrúpulo, habría el billetero y antes de ponerlo sobre el mostrador, aireaba el billete como demostrando quien era el dueño. Cualquier trapito, par de zapatos o prenda que me quisiera comprar era un calvario de peticiones y súplicas, luego, cuando conseguía que viniese a la tienda para que me lo comprase, ¡Que vergüenza!
–¿Y esto es lo que te gusta? Menuda tontería, mire usted a ver si hay otro mas barato y de un color más discreto.
-Es igual, vámonos- respondía yo avergonzada.
Lo peor era en las reuniones de amigos, aprendí a estar callada, a no decir nada. Si algo que yo dijese le incomodaba, no decía nada allí, ahora, cuando llegábamos a casa, me quería morir, qué falta de respeto, qué falta de consideración, nunca una frase de agrado, ni con las comidas de su gusto, qué falta de amor.
Siempre llevé fatal que pagase conmigo sus problemas con los demás. Un día, no llevábamos más de unos meses casados, pasábamos por el Miniparque de la Muralla y un individuo que conocíamos de vista nos dijo una inconveniencia, me piropeó con descaro y groseramente. Ambrosio no reaccionó, me cogió por el brazo y apretó el paso hasta casa, allí me culpó de lo ocurrido, me intenté defender y me zarandeó. Como insistí en lo injusto de su actitud, recibí las dos primeras bofetadas que me daba un hombre.
Ya llevamos treinta y un años casados, desde aquel día la cosa se ha repetido bastantes veces, y yo, avergonzada, me he librado muy mucho de comentarlo con nadie. ¡Cuántas sesiones de maquillaje para tapar los moretones! No he recibido más porque he callado, me he adaptado y cuando he visto su mal humor, me he quitado de en medio, si me veía trabajar, coser, barrer, fregar, lavar o hacer la comida, me dejaba tranquila.
Era de usar y tirar, me usaba y cuando él quería tenía que estar a su disposición, sin una caricia, tuviese ganas o no. Siempre me he sentido vejada y utilizada a su capricho, como una sierva que no tiene derecho alguno.
Los muertos son muy buenos, sobre todo por eso porque están muertos.
-Qué bueno era- Sí, cuando dormía, tenía que esperar a que roncase en el sillón para poder cambiar de canal. Y el caso es que tenía y tiene buen cartel, ¡claro era tan papelero con todos!
-Usted lo pase bien, vaya usted con Dios.
-Adiós don Ambrosio.
Ni mis amigas saben de mi penar y eso que nunca tuvieron mucha libertad para entrar y salir en nuestra casa -Ambrosio es que es muy serio- si serio y con mala leche. Creo que me culpó siempre por no haber tenido hijos, me hizo ir infinidad de veces al ginecólogo y siempre la misma cantinela –Señora está usted perfectamente, no se preocupe se quedará en cualquier momento, no se preocupe--¿Y él, por qué no quiso que lo viesen? Pero cualquiera era la “bonica” que se lo decía.
Me estoy quedando helada y tan rendida que no me duermo…¡Qué mal bicho era! Dios me perdone, Pues no que me siento culpable pensando estas cosas de él. Es como si hiciese algo malo al recordar todo esto, pero, culpable ¿de qué?
¿Por qué no me dormiré? Mañana tengo que lavar las cortinas del dormitorio, están cogiendo un colorcillo grisáceo que no me gusta nada. ¡Ah! y también me tengo que comprar ropa negra para luto que aquí en el pueblo… Sólo me faltaba ir de boca en boca, por lo menos un año hasta que las amigas me digan:
-Ya está bien de luto, que aun eres joven, ya es hora de que te pongas algo de alivio…
El sábado le diré al párroco que le diga dos misas al mes hasta fin de año y a ver si me acuerdo de dar un donativo a la cofradía, que trajeron el pendón para ponérselo en la caja y hay que reconocer el detalle...
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