La Picota Alcaudete 1559
Estaba hipando, acababa de subir corriendo por la Barrera e intentaba recobrar el resuello y la compostura apoyando sus dos manos, justo encima de las rodillas.No podía seguir aunque quisiera, una procesión de clérigos con las capuchas caladas estaba desfilando calle abajo hacia el Arco de la Villa. Secó el sudor de su cara con la bocamanga de la camisa y cuando pudo, cruzó el anchurón ante Santa María, donde algunos artesanos recogían sus puestos y enseres.
Ya hacía rato que el sol se había ocultado por los cerros de Luque y de seguro que el ama le daría una buena regañina.
-Antes de que el sol se oculte, te quiero en casa ¿entendiste?.
-Si ama, aquí estaré.
Pero no iba a ser así, había estado jugando con el Pecas, Lagarto y Tonelete en las huertas de la fuente Amuña y aunque venía con tiempo se entretuvieron en demasía cuando al pasar por los Zagales, vieron a unos soldados que colgaban a dos ajusticiados en la picota que había frente a la fuente. Entre un grupo de curiosos y un rebaño que abrevaba, estuvieron observando cómo sacaron a los muertos del carro y después de pasarles una soga bajo los brazos, que tenían atados a la espalda, los colgaban de los salientes de la columna.
Allí se despidió de sus amigos cuando se percató de que la anochecida se echaba encima.
Martinillo era un niño valiente y revoltoso, pero con una gran curiosidad y ganas inmensas de aprender y enterarse de todo. Vivía solo con el ama en una pequeña casita a la falda del palacio de los señores condes, en el pequeño callejón de las Mimbres, aledaño a la calle de subida al palacio y pegado a la casa del hidalgo don Ramiro Setienne. Su ama era toda su familia, pero no tenía ni idea del parentesco que le unía a ella, sus amigos tenían padre y madre o por lo menos uno de los dos, pero él vivía con una anciana de edad indefinida que le cuidaba y se esforzaba en que se portase lo mejor posible.
Después del tirón de orejas y la retórica de la anciana, dio buena cuenta de un mendrugo de pan que acompañó con un trozo de entreverado de jabalí demasiado salado y un jarrito de agua. La anciana siguió con su monserga durante toda la cena y Martinillo la miraba asintiendo con la cabeza y enterándose a medias de las razones por las que debería ser más obediente.
Al rato cuando pareció que la cosa estaba apaciguada le dijo al ama:
-Ama, ¿puedo ir a “lo de don Ramiro”?
- Bueno… pero que no tenga yo que ir a por ti.
Salió a la calleja y al volver la esquina se apoyó en el quicio de la puerta del hidalgo. Siempre hacía lo mismo, se colocaba ahí y esperaba a que don Ramiro se percatase de su presencia, la puerta entreabierta dejaba ver el interior de la sala. Allí estaba el hidalgo sentado a la mesa, hojeando un grueso libro de hojas amarillentas y arrugadas que brillaban a la luz de las palmatorias.
- Pasa “Careto”- le dijo don Ramiro.
Apodaban “Careto” a Martinillo porque desde que nació tenia una mancha en la cara de color carmín azulado que se extendía por la parte inferior de su mejilla derecha y llegaba hasta la mitad de la nariz.
-¿Dónde has estado hoy?
Martinillo le contó sus juegos en la fuente y el espectáculo de los ajusticiados, percatándose en ese momento de la dificultad que tendría esa noche para conciliar el sueño sin tener pesadillas.
Don Ramiro lo escuchó con una media mueca en la cara y con parsimonia le dijo:
-Bien, a partir de mañana irás a recibir instrucción de fray Servando, dile al ama que venga luego a hablar conmigo y a ver si tenemos suerte y hacemos de ti, una persona de talento.
-¿Don Ramiro, por qué no me cuenta una de sus historias?
-Para historias estoy yo, pero siéntate ahí que te voy a dar algo.
Y siguió el hidalgo hojeando el libro, como si Martinillo no estuviese presente.
Don Ramiro era un anciano de porte, enjuto de carnes y muy alto, el hombre más alto que Martinillo había visto en su vida. Había venido de fuera de España, y hablaba de una forma diferente a como se hacía en Alcaudete. Vestía de negro siempre, con gola sencilla y media capilla, tocándose con un gorro diferente a todos los que había visto. Trabajaba en palacio y debería ser de la confianza de los señores condes, ya que los soldados le hacían reverencia a su paso, se apoyaba para caminar en un bastón que era tan alto como Martinillo y su paso era cadencioso y elegante como si nunca tuviese prisa. Había estado en Tierra Santa y había pertenecido a la Orden de Sión, cosa que de seguro, debía ser muy importante y de lo que no hablaba casi nunca.
Después de un buen rato, cerró el libro, haciendo que el polvo se esparciese ante la llamitas que iluminaban la mesa. Se levantó y lo colocó sobre un bargueño que había en la estancia, después, sacó un lío de tela de un baúl y lo situó sobre la mesa.
- ¿Cuántos años tienes?
- El ama dice que once, don Ramiro.
-Bien, pues ya va siendo hora que sepas algunas cosas.
El hidalgo, había deshecho el hato y de él extrajo entre otras cosas un retrato, hecho sobre una lámina de cobre, en el que se veía una hermosa mujer, se lo puso en las manos al muchacho y le dijo:
- Esta era tu madre, murió en el momento de traerte al mundo y como puedes comprobar era muy joven y muy guapa.
Martinillo se quedó de una pieza, miraba de forma hipnótica el retrato y no daba crédito a lo que don Ramiro le decía.
-¿Y mi padre?
Don Ramiro le miró fijamente y después de unos instantes de silencio le dijo:
-Eso lo sabrás en su momento, por ahora te basta con lo que estás viendo y te puedes llevar el hato completo ya que todo lo que contiene son cosas de tu madre…Que te lo guarde bien el ama.
El muchacho anudó el liote y poniéndose el retrato bajo el brazo, trincó el hato y salió hacia la calle sin decir ni adiós.
-Ve con Dios rapaz.- Dijo el hidalgo con una sonrisa- Ya tienes en que pensar esta noche, que no sean los que cuelgan de la picota.
Continua en http://martinilloelcareto.blogspot.com
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