CAPITULO III
Salobreña.
La caravana se había movido deprisa pero por mucho que acelerasen la marcha, era imposible llegar a Salobreña, pues la noche se había echado encima, así es que Don Ramiro decidió acampar junto a la alquería de Vélez, que decían de Beni Abdallah(1), para esperar el nuevo día y con la alborada continuarían marcha hacia la costa. Se formó el campamento, se ordenaron los enseres y acomodadas las bestias se procedió a que todos los viajeros se dispusieran alrededor de un fuego para tomar un bocado antes de descansar.
Don Ramiro que había tomado asiento al lado de un inmenso quejigo ordenó que liberasen de los grilletes que llevaba en las manos al golfín Guillén, con la finalidad de facilitarle su acomodo y libertad de movimientos. Unas hogazas de Padul bien untadas en aceite de Alcaudete y unas tiras de bacalao sirvieron de pitanza a los presentes, entre la algarabía y charla donde cada cual relataba historias con más parte de fantasía que de verdad. Los únicos que no acertaban a decir nada eran don Ramiro y el golfín, comían y callaban lanzándose de vez en cuando furtivas miradas. Esto incomodaba a don Ramiro pero no acertaba a remediar que la acerada mirada del condenado a galeras se clavase en sus ojos.
De pronto y en lo que tarda un parpadeo, Guillén saltó sobre uno de los soldados que permanecía en pie, le arrebató la lanza y la envió con presteza a la cabeza de don Ramiro. Ni tiempo tuvo de esquivarla y su vida no valdría nada si no fuera porque la lanza erró clavándose en el tronco del quejigo a escasa distancia de la oreja del hidalgo. Tres soldados se lanzaron sobre Guillén inmovilizándolo de inmediato y sin que él hiciese nada por impedirlo, incluso hubo uno que le colocó una navaja en el cuello a la espera de una orden o señal que le autorizase a acabar con su vida. No ocurrió tal, don Ramiro se había levantado y pálido como la cera, sostenía en sus manos la lanza que le había arrojado Guillén y en la punta de la misma una agonizante víbora.
- Pardiez, buen acierto tuve al pedir que te quitasen los grilletes.- y dirigiéndose a los soldados que sujetaban al golfín les ordenó que le soltasen de inmediato.
Guillén no respondió y permaneció en silencio mientas don Ramiro acababa de rematar la víbora.
Después tomó asiento de nuevo y dirigiéndose a los presentes dijo con solemnidad:
- Todos sois testigos de que este hombre me acaba de salvar la vida y junto a su buena acción de cuando salvó a la pequeña Rebeca, le exoneran ante mis ojos de cualquier delito de robo que haya cometido, robo que no ha sido de su provecho ya que fue traicionado por su compinche, auténtico truhán de esta historia. Decido y declaro que a partir de este momento sea considerado como hombre libre y queda suspendida su condena a galeras.
Todo el auditorio rompió a aplausos y pasaban sus manos por los hombros y brazos del golfín.
Pasados unos instantes Guillén tomó la palabra y dirigiéndose a don Ramiro dijo:
- Señor, os agradezco que me liberéis de mi condena y ante todos los que aquí me escuchan hago juramento de fidelidad hasta mi muerte, para con su persona. Podéis disponed de mi para lo que deseéis y nada me será más grato que dedicar toda mi vida a proteger la vuestra a cualquier coste.
- Tus palabras me agradan sobremanera y contigo contaré para empresas futuras, pero por ahora te libero de tu promesa pues de seguro que querrás ajustar cuentas con el traidor que te dejó abandonado. Dale a mi siervo Sebastián las señas donde pueda avisarte cuando te necesite y marcha en paz.
- En la senda del puerto del Muradal y en plena Sierra Morena, media legua después de pasar el castillo de Castro Ferral, hay una pequeña posada para caminantes y viajeros. Dejad allí vuestra llamada y ellos sabrán encontrarme para que yo acuda presto a vuestro lado..., pero..., señor..., espero que me dejéis llegar con vosotros hasta el mar..., es que nunca lo he visto.
La carcajada fue general hasta el punto de hacer fruncir el entrecejo a Guillén. Risas y chanzas continuaron un buen rato hasta que poco a poco se fue adueñando el silencio del campamento. Cada cual buscó un lugar para descansar ante la tranquilidad que los dos imaginarias(2) de guardia daban a los viajeros.
Casi toda la mañana del día siguiente, la pasaron viajando hacia la costa, siendo cercano al mediodía cuando vieron el castillo de Salobreña en un recodo del gran Tajo de los Vados, que el río Guadalfeo ha horadado durante siglos. Plantaciones de caña de azúcar rodeaban el camino hacia la ciudad a la que no subieron por orden de don Ramiro. Pararon una media hora hasta que se organizó una reducida partida con el fin de informar en el castillo de su llegada y como si se tratase de arribar a una meta se continuó la marcha hasta la orilla del mar.
En medio de la pequeña ensenada había anclada una galera y dos embarcaciones de menor envergadura, así como media docena de barquitas y tres esquifes que se mecían junto al pequeño atracadero del Peñón.
La fuerte brisa de poniente rizaba la mar y la espuma de las olas al batir la playa impregnaba de salitre y olor a algas todo el ambiente. Guillén había avanzado de forma hipnótica hasta la misma orilla sin que hiciese nada por impedir que el agua llegase hasta sus rodillas cada vez que una ola rompía sobre los chinorros.
- Y bien...- Don Ramiro se había situado un metro tras él y era el que entre divertido y curioso le preguntaba.
Se giro el golfín y solo acertó a balbucear palabras inconexas - Que..., grande..., el agua..., nunca..., es más...
Don Ramiro soltó una carcajada y cogiéndolo por el brazo le ofreció una vasija llena de jarabe blanquecino y dulce – Toma y bebe el jugo del cañaduz.
Guillén pasó varias horas asimilando el espectáculo que ante sus ojos se presentaba. Recorrió la ensenada y hasta subió al peñón que se adentra en el mar. Observó a los galeotes y marineros portando las mercancías que llenaban los esquifes para subirlas a la galera, el cielo luminoso, adornado de blancas nubes, el color del mar, la sensación húmeda y salitrosa en los labios y el temor y aprensión que la inmensa cantidad de agua le hacía sentir colmaron su ansia de conocer el mar.
Bajó con agilidad desde lo alto del peñón cuando un grupo de soldados le llamaron y al acercarse pudo observar que algunos de ellos tenían facas y cañas en las manos. En un primer momento no entendió la razón, pero las bromas y guasas de todos le hicieron comprender que se trataba de un juego..., o algo así.
Habían dos moriscos que llevaban sendas carretillas llenas de cañas de azúcar y animaban a los presentes al desafío del cañaduz. Enseguida entendió las sencillas reglas del juego de apuestas sobre la habilidad para cortar las cañas al vuelo. Con una mano se cogía la caña sosteniéndola verticalmente en alto y en la otra mano se sujetaba firmemente la afilada faca que al soltar la caña buscaría su parte inferior con la intención de cortar a lo largo la mayor parte de caña. Cada jugador cortaba de la caña el trozo que había rajado y al final de la apuesta el que tenia menor cantidad de caña era el que perdía, pagando el precio de las cañas y la apuesta que habían hecho.
- ¿A tres cañas golfín...?
Uno de los soldados, llamado Quico, retaba a Guillén, que contestó al tanto – No tengo dineros.
- Yo pago si pierdes – Dijo don Ramiro - y apuesto por ti dos reales de plata.
Se dispuso el corro y se apartó a la chiquillería que como moscas acuden a estos lances para recoger, mascar y chupetear los trozos de cañaduz que los contendientes les regalan al final del juego.
Varias apuestas se dieron entre los presentes, se eligieron tres grandes cañas y Quico se dispuso a rajar su primera caña. Mientras su mano izquierda soltaba al aire la caña, su brazo derecho trazó de abajo arriba un arco que acertó de pleno en la caña rajándola más de medio metro. Quico cortó todo el trozo rajado y ofreció a Guillén el resto de la caña ...
- Corta con esto Guillén – dijo don Ramiro, ofreciéndole una falcata(3) que hizo brillar los ojos al golfín.- si ganas te quedas con ella.
Cortó de caña casi tanto como Quico, siendo éste, en su turno, el que rajó por completo el trozo restante entre el alborozo de la concurrencia. La siguiente caña fue casi por completo de Guillén y en la tercera y última solo dejó un palmo de caña para Quico. Las apuestas se pagaron a favor del golfín y don Ramiro observaba divertido como Guillén blandía y contemplaba con satisfacción el arma que le había regalado.
La jornada trascurrió entre unas cosas y otras hasta el atardecer, después de despedir la galera que partió hacia Tremecén, Guillén se entretuvo contemplando el trajín que se traían para cargar una nao con multitud de barrilillos de madera llenos de pequeñas plantas de cañaduz con destino a las Canarias para seguir su viaje a las nuevas plantaciones de la isla Española, allá en las Indias.
Después de ponerse el sol se dispuso un fuego en la playa y todo el mundo se relajó con la cena, regada al final con el licor de caña que por aquellas tierras se usa y que emborracha con más rapidez de lo que uno se espera. Guillén solo tomó un sorbo que le ofreció don Ramiro, aprovechando la oportunidad para decirle que se marcharía para el día siguiente.
- Marcha en paz y que la Virgen de la Fuensanta guíe tus pasos y llene tu vida de fortuna.
No aceptó Guillen que le diesen ninguna caballería y solo aceptó unas monedas de a real que le dio don Ramiro, algunas provisiones, una lanza a la que redujo su envergadura a la mitad, además del cuchillo largo con el que don Ramiro le obsequió, y sin despedirse ni esperar a que amaneciese emprendió la marcha hacia el norte.
Su marcha fue rápida, de tal modo que en tres jornadas empezó a ver las primeras casas de Granada sin que en ningún momento se decidiese a entrar en la ciudad. Buscó el camino de la sierra para tomar la ruta de Guadix. Caminaba durante el día y todas las noches dormía en pleno campo buscando solamente el amparo de alguna roca o un pequeño conjunto de arbustos. Guillén era especialmente hábil para encontrar alimentos y nunca le faltaba una pieza de caza que él lograba con las trampas que ponía.
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1.- Benaudalla
2.- Vigilante nocturno
3.- Cuchillo largo
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