Mis abuelos han sido tan importantes para mí que considero una desgracia que una persona no tenga estos recuerdos.
Pilar Salazar Martínez era mi abuela paterna y nació en Alcaudete, provincia de Jaén, el miércoles tres de enero de 1883. Poco o nada puedo decir de su infancia o adolescencia, ni siquiera puedo decir exactamente el número de hermanos que tuvo. Sus padres fueron Juan Salazar Carrillo y Ana Martínez Vigil y de sus hermanos solo conocí a su hermana Dolores que fue la madre de Amparo y Manuela Bermúdez de Castro, esta última madre de los Salido Bermúdez de Castro, Eduardo, "Bobes" y demás hermanas y hermanos.
También conocí a un hermano de mi abuela que se llamaba Enrique y que se quedó cojo de una pedrada, que le dieron en la rodilla cuando era un zagal. Recuerdo su figura encorvada, siempre acompañado de su muleta con una permanente sonrisa y muy cariñoso conmigo cuando venía por la casa a visitar a mi abuela.
El 22 de Agosto del 1914 se casó con mi abuelo Eduardo y tuvieron dos hijos, mi padre Eduardo y mi tío Manuel.
Mi abuela Pilar fue una mujer muy peculiar, sastra y camisera de profesión tuvo taller propio hasta más allá de lo que hoy entendemos por edad de jubilación y junto a ella aprendieron a coser un buen número de mujeres de Alcaudete, las "nenas" como ella les decía. Todas sentadas en las sillas de enea, sin respaldo, a las que llamábamos "monas" y de las que aún queda alguna en mi patio.
La tarea de la costura debió ser una pasión para ella, pues no hizo otra cosa en su vida, eso y hacer la comida, aunque ella comía muy poquito. Su arroz con despojos de gallina, caldoso y ahumado por la madera de olivo que usaba como leña y su tomatillo frito, muy aceitoso, con chorizo y un huevo, perviven en mi recuerdo como deliciosos.
Era menuda y pequeña, con aquellas gafas de cristales redondos que lentamente se iban desplazando hacia la punta de su nariz. Se sentaba, para coser, a la izquierda de la salida al patio de la casa, donde había, (y sigue habiendo), un frondoso jazmín, del que, por las tardes de verano, se recogían sus flores para hacer las moñas o biznagas que lucían en la solapa de sus blusas los hombres de la familia o amistades.
La recuerdo con la aguja en la mano, armando la pechera de una americana o dando forma al cuello de una camisa de popelín, cantando, con un hilo de voz, el cuplé Flor de té, que inmortalizase Raquel Meller.
Otro soniquete que dejaba escapar con suave voz eran unas estrofas que decían así:
- ¿Te gustan los claveles?
- ¡Pues ya lo creo!
- Si yo te los regalo, ¿me harás un feo?
Al correr de los años supe que se trataba de una escena compuesta por Venancio e Isidra, personajes de "El Santo de la Isidra", un sainete lírico de costumbres madrileñas, musicado por Tomás López Torregrosa y con letra de Carlos Arniches.
También me acuerdo de otra cancioncilla que repetía con un cierto deje argentino...
- El día del casorio
dijo el tipo'e la sotana:
"El coso debe siempre
mantener a su fulana".
Y vos interpretás
las cosas al revés,
¿que yo te mantenga
es lo que querés?...
... Si en tren de cara rota
pensás continuar,
"Primero de Mayo"
te van a llamar.
No hace mucho que me sorprendió oírlo en la voz de Carlos Gardel y entonces pude saber que se trataba del tango "Haragán", escrito por Manuel Romero y Luis Bayón Herrera y con música de Enrique Delfino. Ignoro dónde y cómo aprendió mi abuela esa canción.
Entre los recuerdos de mi niñez, aparece un Tiovivo de hojalata, colocado sobre una cómoda de la salita de recibir y con el que me dejaban jugar en escasas ocasiones, así como dos caballos grandes de cartón, el más nuevo, colgado del techo en el hueco de la escalera de la casa.
El patio de la casa estaba partido en dos partes, la primera con su parra situada a la entrada de la cocinilla, estaba ajardinado con arriates y empedrado, la segunda parte estaba destinado a los pilares para el agua y el retrete, a almacenar leña de támaras de olivo y a una higuera de considerables dimensiones a la que me gustaba subir. ¡Un quebradero de cabeza para mi abuela!
También recuerdo un barreño con agua y ceniza en el fondo, en el que me gustaba meter una ramita para removerla suavemente y observar el movimiento de la ceniza dentro del líquido. Ya de mayor supe que dicha agua se usaba a modo de lejía y de ahí que no me dejasen enturbiarla.
Otra cosa que me fascinaba era observar a mi abuela, como mecía la plancha de carbón para avivar las ascuas que contenía. Cuando alcanzaba la temperatura adecuada la utilizaba sobre un cobertor y un lienzo blanco que colocaba sobre la mesa camilla. A veces se ayudaba con una pesada tabla de formas redondeadas que le servía para planchar las mangas de las chaquetas.
También he de mencionar una bandeja de mimbre, plana, que conservo como oro en paño y que mi abuela usaba como expositor de las camisas dobladas y recién planchadas.
Mi abuela Pilar me quería con desmesura y auténtica pasión, me resultaba embarazosa la forma en que me miraba, totalmente fascinada y no me quedaba otra que permanecer a su lado mientras me acariciaba y me miraba con arrobo. Yo también la quise mucho y por azares de la vida hoy vivo en la que fue su casa.
Solo de su mano y en su compañía, me atrevía a acercarme a un cuadro de grandes dimensiones que tenía en su dormitorio: Las Ánimas benditas del Purgatorio..., esas mujeres y hombres desnudos, con caras compungidas y entre llamas me producían auténtico pavor.
Su vida era una vida de trabajo de sol a sol y solo al anochecer, se vestía de negro, naturalmente, se encasquetaba el velo y a la iglesia del Carmen, a rezar el rosario, mientras se abanicaba mirando con descaro a unos y otras y a los que no dudaba en preguntar "..., oye..., tú de quien eres..."
Toda su vida se quejó del estómago, "tengo acedía", repetía con malestar y se tomaba un papelillo con bicarbonato. Cerca de cumplir los ochenta años, mi padre la llevó al médico en Almería, donde por aquel entonces vivíamos. Cual no sería la sorpresa que de acedía..., nada, lo que tuvo toda su vida fue falta de ácidos en el estómago y por eso su digestión era muy defectuosa, así es que mi padre le repetía una y otra vez..., "¿Acedía?¿acedía?, acenoche es lo que usted tiene"
Yo también le hablaba de usted, es lo que oía, pero no por eso tuve una relación distante con mis abuelos, al contrario.
Los últimos años de su vida tuve poco contacto con ella, le escribía cartas desde Barcelona que leía y releía una y otra vez. Perdió mucha vista y casi no podía coser, así es que su carácter se agrió un tanto y como es natural la pagaba con mi abuelo Eduardo, al que cuando se enfadaba llamaba "jurel" y le recriminaba diciéndole ..., "disfrutas friyéndome la sangre". Tuvo la mala suerte de caerse y quebrarse la cadera, no la operaron y así murió, en 1967, después de muchos días entre lamentos. Eran otros tiempos, pero no por eso justifico la crueldad de su final. No se si estará en la Gloria pero la mereció con creces, lo que si creo es que uno está un poco vivo cuando entra en el recuerdo de alguien. Por ese lado mi abuela Pilar está bastante viva pues no pasa un solo día que no la recuerde y piense en ella.
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