10 agosto, 2009

Viaje en el sevillano a Barcelona

RECUERDOS DE LOS SESENTA.

Rufo había vuelto de la mili en pleno verano. Atrás se había quedado Melilla y el traje garbanzo de los regulares y ahora con un frío húmedo y penetrante se encontraba de pie, en la estación de ferrocarril de Alcaudete-Fuente de Orbe, a dos metros del borde del andén y con su traje de los domingos. A su izquierda una maleta de madera, llena hasta los topes, que le habían hecho en la carpintería de Paco Ruiz, una caja de cartón atada con cuerdas a su derecha y justo al lado, su padre, silencioso y con los ojos brillantes, con la boina calada y el cuello de la pelliza subido, dando unos pequeños saltitos sobre el mismo sitio, haciendo temblar sus gruesos pantalones de pana beige e intentando calentarse los pies, que tenía embutidos en una abarcas de goma de neumático y esparto.

- Vas a agarrar un enfriamiento con tan poca ropa.
- Que no, padre, no se preocupe usted, que llevo camiseta gorda y calzoncillos largos.
- Pero hombre, te tenías que haber puesto la pelliza...
- Ya estoy bien así, que no tengo frío...

Rufo se iba a Barcelona, su primo Casimiro le había calentado la cabeza durante la Velada de la Fuensanta, y en Alcaudete no encontraba nada para trabajar, como no fuera darle vueltas al olivarillo que tenían sus padres, esperar a la recogida de la aceituna o dar alguna peonada de albañil de vez en cuando. Casimiro, que ya había pillado el acento y hablaba fino, trabajaba en la Montalfita de Badalona y le había dicho que al día siguiente de llegar, tendría trabajo allí mismo, en el Cotonificio o en la Cross, que si sobraba algo en Cataluña eran puestos de trabajo, que Barcelona era lo más de lo más y que no se lo pensara dos veces...
La Mari Puri, la medio novia que tenía, se había quedado llorosa y anhelante, pero ilusionada en que volvería, una vez que encontrase trabajo, para casarse con ella y entonces le podría acompañar a Cataluña, para crear una familia con muchos niños.
- Ahí viene..., que escribas, que tu madre ya sabes que se preocupa...
- Si padre, no se preocupe, que estaré bien...

La cochinica hacía su entrada en Alcaudete-Fuente de Orbe y después de un abrazo y siete u ocho besos seguidos y apresurados se subió con los bultos al vagón, permaneciendo allí, sin moverse y mirando a su padre, que se había quitado la boina y que la estrujaba entre sus manos nervioso.
Después de que empezara a moverse la unidad, se dispuso a buscar asiento, pero fue infructuoso, así es que se sentó sobre la maleta, cerca de una ventanilla y se entretuvo contemplado los olivares hasta llegar a Jaén, después de pasar por Vado Jaén, Martos, Torredonjimeno y Torre del Campo.

En Jaén hizo trasbordo a un pequeño tren de tres unidades que enlazaba con Espeluy, para, una vez allí, esperar al Sevillano. Hora y medía de espera no era mucho, pero le sirvió para reponer fuerzas. Se sentó en la sala de espera, buscando un poco de calor, ya que en los andenes había empezado a caer aguanieve y no estaba la cosa como para hacer gasto en la cantina de la estación de Espeluy. Sacó del paquete que llevaba, una hogaza de pan de la que cortó un canto y extrajo una pequeña ollita de las de color granate oscuro y de interiores azulados, para desatarle las asas que sujetaban la tapa con una guita, apartó unos trozos de carne empanada frita y se sirvió un buen trozo de tortilla de patatas, ahogadiza, pero que le supo a gloria, mientras se atizaba varios tragos de una bota renegrida que en la víspera había llenado en la bodega de Bernardo, en la calle Carnicería. Una manzana harinosa, de las que su madre conservaba en los estantes de la bodega dio fin a la comida y se preparó para abordar el tren.

El andén de Espeluy estaba a tope. Gentes de otros pueblos cargados de bultos variopintos: maletas, colchones, cajetas y hasta muebles. Una montón de cosas que se llevaban a su nuevo destino, para ahorrarse comprarlos de nuevo a donde iban. Los trastos y los niños chicos se introducían hasta por las ventanillas y como por arte de magia se vació el andén en pocos instantes.

El Sevillano era un tren de una vez, nada que ver con el vagón en el que había venido desde Jaén, con aquellos asientos de madera, esperando ver de un momento a los indios con plumas atacando al convoy, el traqueteo de los vagones al pasar por las juntas de los raíles sin soldar, el chirrido de las uniones y tirantas de las unidades, dando la sensación de que el tren se descuajaringaría de un momento a otro. El Sevillano era metálico y con muchos vagones, tan largo que costaba ver los detalles de la locomotora de carbón allá a lo lejos, que según oyó decir, cambiarían por una más moderna de gasoil en la estación de Linares-Baeza. Muchos departamentos tenían acceso directo al exterior y asiento corrido, con respaldo mullido y tapizado de hule azul, a derecha e izquierda. En el departamento al que accedió solo había sitio para él, así es que situó su equipaje y se sentó entre una oronda mujer que mecía en sus brazos a un chiquillo que dormía plácidamente y un hombre de mediana edad que leía con dificultad un periódico de grandes hojas.

Al llegar a Linares-Baeza se bajaron dos pasajeros y el lector de periódico, con el que no había mediado palabra, y esto le permitió acomodarse holgadamente, ya que solo subió al departamento un soldado con un voluminoso macuto. La mujer del crío en brazos, se lo había traspasado a su vecina de enfrente y había bajado un cesto, del que extrajo un buen trozo de pan sobre el que colocó una hoja de tocino entreverado que cortaba con habilidad ayudada de una navaja.
- ¿Ustedes quieren?
- Que aproveche. Gracias.
El hule azul que forraba el asiento no era tan cómodo como había pensado en un principio, por eso se levanto e intentó ir a la cantina, pero no se atrevió, le dio una especie de vértigo al pensar que se le escapase el tren, así es que volvió a su asiento.
El soldado que acababa de subir al tren se había sentado enfrente de Rufo y enseguida sacó de la mochila un bocadillo liado en papel de estraza que, en tres bocados, se zampó sin decir ni una palabra. Casi sin terminar de masticar, sacó un paquete de Ideales y le ofreció tabaco a Rufo. Invitación que rechazó con un gesto, indicando claramente que no era fumador. El quinto encendió el pitillo y se quitó las botas, que dejaron al descubierto unos gruesos calcetines blancos, estiró las piernas, y colocó los pies al lado de Rufo, embriagándolo con un inconfundible tufo.
Así aguantó lo inaguantable hasta que al ver las primeras trincheras de Despeñaperros, le dió un empellón a las piernas del soldado para pasar hasta la ventanilla desde la que podría ver los picos desnudos de roca y dejar de oler a pies, para, en su lugar, percibir otra mezcla de desagradables olores entre los que sobresalían las cascaras mustias de naranja que rebosaban un cenicero. Ni siquiera intentó abrir la ventanilla, afuera debía hacer mucho frío y en el vagón se empezaba a notar que habían puesto la calefacción.

No faltaría mucho para amanecer cuando, entre chirriantes ruidos, el tren se detuvo lentamente en la estación de Alcázar de San Juan. Rufo se levantó para estirar las piernas. Sorteando bultos y tropezando con uno que dormitaba tirado en el suelo del pasillo, con una maleta de cartón por almohada, bajó al andén. Detrás suyo se apeó el quinto, que calándose el chapiri y haciendo bailar la borla ante sus ojos le dijo sonriente.
- Socio ¿Quieres un pelotazo de anís en la cantina?
- Bueno.

No las tenía todas consigo, pero el ir con el soldado y ver que el revisor entraba en la cantina, le dio la confianza suficiente para separarse del vagón...
- Dos de Machaco- Pidió el quinto al cantinero.
Charlaron sobre la mili, como era natural, y de los muslos de una mujer que cargaba una cesta llena de tortas de Alcázar y que vociferaba su mercancía. Contó Rufo a donde iba y Ferrán, que así se llamaba el soldado, le informó que era valenciano de Burjasot, pero su familia vivía en Almazora, muy cerquita de Castellón de la Plana, donde su familia tenía una botiga de paquetería y otra de ultramarinos, así es que su futuro estaba resuelto.
Mientras hablaban, Rufo no perdía detalle de la cantina: un salón grande y rectangular y de techo elevado del que pendían unas grandes lámparas que no daban demasiada luz. Ante ellos había una barra alta con un mostrador de mármol, en la que se abocaba un heterogéneo público que nervioso e impaciente pedía reiteradamente lo que querían tomar. Al otro lado dos camareros, con blusas blancas de botones dorados, se afanaban en complacer las peticiones. A sus espaldas, en un rincón de la cantina, alrededor de una de las muchas mesas de mármol blanco y con pies de hierro fundido, un corrillo de desocupados contemplaban, entre voces, chanzas, una partida de subastao que jugaban varios individuos.
En dos lingotazos se aplicaron las copas y de unas zancadas subieron al tren, el revisor había desaparecido de la cantina y ya estaba pitando estridente la locomotora.
Durante el trayecto hasta Albacete fueron charlando de todo, de la mili, de mozas, de lo divino y de lo humano, o sea arreglando el mundo. Con la luz de la mañana fueron dejando de dormitar los demás pasajeros y empezó el trajín de cestos arriba y abajo para tomar un bocado o para, con un trozo de toalla y colonia, sacudirse las legañas y las pitarras fruto de la carbonilla, porque en el retrete no había agua y el revisor había dicho que no estaría arreglado hasta que llegasen a Albacete.
Al poco, pasó la pareja de la Guardia Civil que acompañaba a un señor trajeado, que lucía un bigotillo bien atusado, con pinta de baranda del ayuntamiento y que pedía la documentación a todo el mundo. Repasaba concienzudamente los papeles, mirándolos con parsimonia y preguntando a cada cual a donde iba y por qué. Rufo sabía que había problemas para llegar a Barcelona y por ese motivo llevaba una carta de su primo Casimiro en la que daba cuenta de que él respondía de Rufo y que no iba a Barcelona a la aventura, además mencionó que en Albacete se vería en el andén con su tío Adán, hermano de su madre, que era miembro de la Benemérita. En cuanto que uno de los civiles dijo conocer a Adán, se acabó el interrogatorio y le devolvieron los papeles, cosa que le dejó bastante aliviado porque ya se estaba agobiando. A poco de marcharse las autoridades se dio cuenta de que todos los del departamento habían estado pendientes de él, sobretodo un hombre que viajaba con una niña subnormal que permanecía agarrada a su brazo como si temiera perderlo.
- Te has librado muchacho...
- ¿De qué?, yo no he hecho nada malo.
- Es igual, pero te has librado, ahora está la cosa más suave, pero no hace mucho, a los que iban para Barcelona y no cumplían los requisitos que ellos querían, se les bajaba del tren y santas pascuas.
- Pero si yo solo voy a ganarme la vida honradamente...
- ¿Y tu crees que eso les importa algo? Hace unos pocos años, no se podía llegar a la estación de Francia así como así. Muchos venían sin nada, hasta sin billete, y otros lo habían conseguido porque vendieron los colchones de sus camas para comprarlos. Se tiraban del tren en marcha junto con sus bultos, antes de llegar al andén de la estación, para evitar a los civiles. Sólo huían de una vida llena de miserias y no tenían quien respondiese por ellos en la gran ciudad. Siempre había policías en la estación con la misión de impedir que, lo que ellos creían indigentes y mendigos, circularan por Barcelona. Los retenían y los mandaban a un Pabellón que se habilitó en Montjuïc, para, al poco tiempo, devolverlos a la fuerza a sus lugares de origen. Por lo visto esto se hacía para evitar el aumento del chabolismo y los vagabundos, por eso es buena cosa la carta que llevas de tu primo que responde por ti y te va a acoger en su casa.

- Pues si que...

La estación de Albacete estaba muy animada y a las ventanillas del tren se acercaban vendedores de navajas. Su tío Adán no aparecía, así es que Rufo se dedicó a curiosear entre la mercancía de cuchillos y navajas sin comprar nada, recomendándole a Ferrán, una navaja del tipo chaira capaora y asegurándole que no se arrepentiría de comprarla. También subió al vagón un individuo que rifaba un corte de paño gris azulado con rayitas finas como para hacerse un traje y otro de popelín suficiente para hacerse una camisa. Para ello vendía una cartas de baraja pequeñitas por un duro. El precio era elevado pero se le ocurrió que si le tocaba podría hacerle un buen regalo a su primo Casimiro, así es que compro el tres de bastos y el nueve de espadas. Fue en el departamento de al lado que, una mano inocente sacó el siete de oros dando al traste con su ilusión.
- Más te valía haber comprado una navaja, socio.- le dijo el quinto.
- No se porqué pero me vino la idea de que me podría tocar...

Rufo se asomaba constantemente por si aparecía su tío, cosa que no ocurrió, pero que era una circunstancia previsible, algún servicio de pareja o cualquier otra cosa se lo impediría, El tarro de lomo frito en manteca que le llevaba al civil sería el sustituto del corte de traje para su primo Casimiro.

El tren no salía y nadie informaba de los motivos hasta que se percató de que todos se arremolinaban en las ventanillas para ver el convoy que llegaba. Era el Talgo, un tren moderno y veloz que nunca había visto, sus lineas redondeadas, lo bajas que eran sus ventanas, casi el triple de grandes que las que había en el Sevillano y sus colores plateados y rojos le encandilaron. Según le dijo Ferrán era carísimo viajar en él y así se notaba por las pintas de las señoras y los hombres que se veían en su interior. El sevillano debía estar esperando su llegada así es que después de que saliese el Talgo, se puso en marcha perezosamente con destino a Valencia.
Pronto apareció con su traje azul, el revisor, que no paraba de hacer el característico ruidito, como si se tratase de un grillo, con la picadora de billetes.
-¡El billete, muchacho! - Le espetó a Ferrán sin contemplaciones y sin respetar que se había quedado traspuesto. El soldado viajaba por cuenta del ejercito y no llevaba billete, así que le mostró unos papeles del cuartel y el revisor se dio por satisfecho. Rufo le enseñó su billete y como ya lo había picado antes de llegar a Linares, no hubo lugar a agujerearlo otra vez.
El hambre empezó a apoderarse de los presentes que, como si se hubieran puesto de acuerdo, comenzaron con el trajín del sube y baja de bultos y cestas, ofreciendo cada cual lo que tenía, que si toma este huevo duro, dale un buen tiento a la bota, ¿te apetece un trozo de carne frita?, este chorizo lo hago yo, toma una naranja...
Valencia impresionó a Rufo, vamos que se quedó con la boca abierta, sin acertar a decir otra cosa que -¡Leches!- Ferrán sonrió diciéndole que la estación de Francia en Barcelona era mayor. La imponente armadura metálica de los altos techos, el bullir de las gentes por los andenes y los pitidos de las máquinas que entraban y salían le dejaron hipnotizado. Allí estuvieron un buen rato mientras colocaban la máquina en la parte de atrás del convoy, así es que a partir de ahora viajarían al revés de como habían venido.

Ya llevaba más de veinticuatro horas de viaje y lo que quedaba, así es que intentó dormir un poco, cosa que logró sin dificultad, el traqueteo no le incomodaba en absoluto para ello, hasta pensó en su difunta abuela, traqueteándolo en la mecedora, veinte años atrás, para que se durmiera.
Estaba soñando con su casa, cuando la falta de movimiento lo despertó, no es que el tren estuviese parado del todo es que iba tan lento que casi parecía no avanzar, tan despacio se movía que algunos se atrevían a bajarse para andar al lado del tren o incluso meterse entre los naranjos para arrancar algunas frutas de los que estaban más próximos a la vía. Ferrán se había bajado y al ver a Rufo en la ventanilla le hizo señas para que bajase el cristal y de inmediato empezó a lanzarle naranjas que intentó coger con más o menos habilidad. Poco después la parada fue total en un apeadero donde la vía se desdoblaba en dos. Allí estuvieron un buen rato, comiendo naranjas y saliéndose de los vagones para estirar las piernas, hasta que unos pitidos les avisaron de la proximidad de otro convoy que venía de frente y que pasó veloz en dirección contraria.
Ya era de noche cuando entraron en Castellón y aunque el frío no se dejaba notar como por la Mancha, apetecía cerrar las ventanas y buscar la proximidad humana para calentarse un poco. Allí se despidió Ferrán para coger un taxi que le llevaría a su pueblo, se intercambiaron las direcciones y prometieron escribirse.
Las estaciones comenzaron a pasar con más rapidez o eran las ganas de que así ocurriese, las luces de los pueblos que pasaban sin parar, el reflejo de la luz del vagón en las trincheras o los túneles, Vinaroz, Amposta, Salou y la estación de Tarragona donde pararon otro buen rato. Bajó a tomar un café para espabilarse un poco y cogió de un banco un periódico usado con el fin de entretenerse leyendo las noticias del día. Ya estaba aburrido de viaje cuando pasada la media noche el Sevillano hacía su entrada, lentamente, en la estación de Francia, después de atravesar la ciudad de Barcelona por trincheras y túneles.

Saltó al andén con sus pertenencias y sin dejarlas de la mano avanzó con la marea de gente, intentando localizar a Casimiro entre la muchedumbre. Ya se lo había dicho, si tardo y no me ves, te sales de la estación a la calle y te quedas pegado a la puerta principal que ya llegaré. Así lo hizo, poco a poco, y mirando aquí y allá, alucinando entre el gentío que se diluía lentamente. En la puerta, pasajeros iban cogiendo taxis de una fila que avanzaba lentamente, otros cargaban como podían con sus bultos ayudados por los familiares que les habían venido a buscar... La poca luz que había en la calle le permitía ver unos grandes edificios renegridos y sucios al otro lado de la estación, y el olor, ese olor a alcantarillas, azufre, carbonilla y a humos ácidos de diversas procedencias se le metía por la nariz y le hacía llorar los ojos.
- ¡Rufo, Rufo...!
Levanto el brazo para saludar a lo lejos a Casimiro que le llamaba desde el taxi en el que había llegado...
Ya estaba en Barcelona.

5 comentarios:

conxa dijo...

Por casualidad he entrado en este blog y me he sentido identificada totalmente pues el relato es identico al viaje que yo hice hasta Barcelona con 21 años y mi maleta de rayas llegue en ese tren en el año 1964 hoy a 2010 todavia sigo en catalunya y tengo los mismos recuerdos que he leido en el relato.Concha Delgado

conxa dijo...

Por casualidad he entrado en este blog y me he sentido identificada totalmente pues el relato es identico al viaje que yo hice hasta Barcelona con 21 años y mi maleta de rayas llegue en ese tren en el año 1964 hoy a 2010 todavia sigo en catalunya y tengo los mismos recuerdos que he leido en el relato.Concha Delgado

conxa dijo...

Por casualidad he entrado en este blog y me he sentido identificada totalmente pues el relato es identico al viaje que yo hice hasta Barcelona con 21 años y mi maleta de rayas llegue en ese tren en el año 1964 hoy a 2010 todavia sigo en catalunya y tengo los mismos recuerdos que he leido en el relato.Concha Delgado

Eduardo Azaustre Mesa dijo...

Con tu comentario por triplicado, ya me ha merecido la pena escribir este relato. Me alegro de haber taído a tu mente esos recuerdos que por lo menos encerraban de seguro muchas ilusiones juveniles.
Eduardo Azaustre

Teresa dijo...

Eduardo: Acabo de leer tu relato que me ha parecido precioso. Yo viajé en 1966,desde la estación de Linares Baeza. Tenía sólo 15 años y recuerdo poco, sólo tengo algunas imágenes y anécdotas. Seguramente me puedes decir a qué hora se pasaba por Valencia y se veía por primera vez el mar.